Mouton Rothschild, Romanée-Conti, Ponsot Clos de la Roche… Nombres que a la mayoría no les dirán mucho pero que seguro que a los entendidos en el mundo del vino les habrán puesto los dientes largos.
Y es que hablamos de algunas de las bodegas francesas más exclusivas del mundo y por cuyas botellas se llegan a pagar auténticas fortunas.
Estos vinos y sus añadas más codiciadas son también las protagonistas de la que muchos consideran la mayor estafa de la historia en el mercado del vino. O, mejor dicho, del coleccionismo del vino.
Un relato en el que hay otro nombre propio: Rudy Kurniawan. Convertido hace una década en una auténtica celebridad entre los apasionados del vino en Los Ángeles, este joven de origen asiático y de familia aparentemente adinerada -poco más se sabía de él- no sólo presumía de tener una nariz privilegiada para identificar cualquier vino, sino también presupuesto para hacerse con los más exclusivos del mundo.
Durante unos años compró y pagó más que nadie por algunos de los vinos más deseados del mundo. Después -con los precios por las nubes y con una clientela repleta de millonarios con más dinero que criterio- comenzó a vender.
Las subastas de sus botellas se convirtieron en todo un acontecimiento en el que no sólo se descorchaban vinos muy caros, sino también se movían cifras astronómicas. Todo iba bien hasta que alguien en las bodegas de Borgoña comenzó a hacer preguntas sobre fechas, formatos y añadas que no cuadraban.
La historia tiene su propio documental: Sour Grapes (Uvas Amargas) que, por cierto, puede verse en Netflix y es muy recomendable. Quienes tengan intención de hacerlo y prefieran no conocer por ahora el fin de la historia, mejor que dejen de leer. Vienen spoilers.
Laurent Ponsot, propietario de Domaine Ponsot -una de las bodegas más prestigiosas de Borgoña- fue quien comenzó a sospechar. Entre otras cosas porque se estaban subastando botellas de su bodega que, sencillamente, no se habían llegado a producir.
Su empeño por desvelar la trama concluyó en 2012 con el FBI entrando en casa de Kurniawan -que, claro, tampoco se llamaba así- donde había instalado un auténtico laboratorio de falsificación de vino. Botellas vacías (siempre se las llevaba tras descorchar un buen vino) rellenadas, reetiquetadas…
Un fraude de miles de millones que, dicen los expertos, ha dejado en el mercado miles de botellas que posiblemente sean falsas y descansarán en bodegas de coleccionistas que, o no lo saben o prefieren no saberlo.
¿Pero es tan fácil falsificar vinos que se supone son los mejores del mundo? Está claro que sí. Al menos si se sabe hacer. Colarse en el círculo exclusivo de los coleccionistas, ganarse su confianza y jugar con una gran baza: casi nadie ha probado los vinos auténticos como para distinguir el verdadero del falso.
Si a eso se le suma el ansia de los coleccionistas por hacerse con la pieza más exclusiva posible -tanto que algunas añadas o formatos jamás existieron-, que las etiquetas de hace décadas no estaban normalizadas y, sobre todo, que gran parte de estos vinos se compran para guardar o invertir, no para bebérselos, está claro que la idea no era una locura.
La historia tiene suficientes flecos, personajes y preguntas abiertas como para -incluso sabiendo el final- animarse a ver el documental. Eso sí, a la lista de preguntas añadimos una: ¿Sería Johnny Depp uno de los clientes de Kurniawan?
Por Iker Morán en 20minutos.es