Como mismo ocurre en otros sectores del mercado de lujo (autos, relojes, perfumes…), el mundo del vino también tienes sus récords, sus detalles de exquisitez y sus excentricidades.
En el año 2010, la sucursal en Ginebra, Suiza, de la casa de subastas Christie’s, logró vender un ejemplar “imperial” (de seis litros) de un grand cru de Bordeaux Cheval Blanc, cosechado en 1947, nada menos que en 192.000 libras esterlinas, unos 300.000 dólares al cambio de la época.
En aquella ocasión, al referirse a ese exquisito Saint-Émilion, el experto del departamento de vinos de la célebre casa de subastas, Michael Ganne, aseguró que se trataba “sin lugar a duda de uno de los mejores bordeaux de todos los tiempos, no solo por su rara calidad, sino por su longevidad, pues todavía puede ser conservado otros 50 años sin ningún problema”.
“1947 fue un año muy caliente”, agregó el especialista, lo que justifica que sus caldos “sean muy concentrados, con aromas de frutos bien maduros”.
Desde entonces, la venta ha quedado fijada en el libro de Récords Guinness, en espera de que algún día sea roto por un poderoso apasionado a los vinos.
La botella más cara… que jamás se vendió
Sin embargo, mucho más llamativa es la historia de la botella de vino más cara que nunca llegó a venderse.
Sucedió con un Chateau Margaux de 1787 (¡producida antes de la Revolución Francesa!) que William Sokolin, un coleccionista de vinos, pionero de la inversión en vinos en Nueva York, intentaba exhibir ante un selecto público el 23 de abril de 1989.
Aquella botella que, según se dijo, había pertenecido a la familia de Thomas Jefferson (su firma aparecía en la etiqueta), pero que había reaparecido en París en 1985, tenía un valor de más de 520.000 dólares.
La historia cuenta que Sokolin se apareció en una cena de gala entre especialistas y coleccionistas de vinos para anunciar la llegada a Estados Unidos de la cosecha de Bordeaux de 1986, que tenía lugar en el Four Seasons de Manhattan, con la idea de llamar la atención sobre la reliquia que era de su propiedad.
Pues cuando toda la atención había recaído en el extravagante Sokolin, él mismo tropezó con un carrito metálico que se encontraba en su camino y la botella se golpeó.
Tras el susto, Sokolin constató que la botella no se había roto completamente, pero que sí se habían producido dos singulares agujeros por los que brotaba el preciado líquido, al tiempo que los otros invitados la miraban horrorizados.
Tanto fue el apuro de Sokolin cuando corrió desesperado sosteniendo su botella dañada hacia la salida del hotel, que olvidó a su mujer, Gloria, agente de bienes raíces, quien tuvo que pedir prestado cinco dólares en la sala para poderse pagar su taxi.
Por suerte para él, antes del incidente había tenido el tino de asegurar su reliquia por la suma de 225.000 dólares.
“Al día siguiente, mi compañía de seguros me dijo que no estaba bien asegurado, pero yo protesté”, contó en su momento el comerciante. Finalmente, tuve que decirle a esa compañía que [el accidente] aparecería en el New York Times la semana siguiente. Al acto accedieron a pagarme. ¡Ah, el poder de la prensa!”
Sin embargo, hay quien dice que varios de los comensales de aquella recepción, sobre todo el célebre manager del restaurante, Julian Niccolini, mojaron sus dedos en el leve charco que había dejado el vino que se había vertido…, y aseguraron que este no estaba nada bueno.
Según se supo después, de no haberse roto la botella aquella noche, seguramente hubiera sido vendida, pues ya había un comprador japonés dispuesto a pagar una fortuna por ella.
Por Benjamin R. García en Yahoo Finanzas. Foto de Getty.